El modelo venerable proporcionaba estructuras y procesos con los cuales una persona podía vivir emocionalmente además de comprenderlos intelectualmente: por ejemplo, un tiempo y un espacio de dimensiones humanas. El tiempo era formidable, pero no hasta el extremo de superar la capacidad de comprensión de la mente.
El espacio también era vasto, pero no hasta el extremo de causar pasmo. Grossoin de Metz, que escribió alrededor de 1245, calculó que si Adán hubiera echado a andar hacia el cielo inmediatamente después de ser creado, a un ritmo de unos 40 kilómetros diarios (cifra que representa una buena marcha, pero no demasiada para un hombre joven y sano), aún le faltarían 713 años para llegar a las estrellas fijas. Unos cuantos decenios más tarde Roger Bacon calculó que una persona que anduviera unos 32 kilómetros diarios tardaría 14 años, 7 meses y 29 días y pico en llegar a la Luna. Para algunos de los estudiosos mejor informados de Occidente la extensión del universo aún podía describirse en términos de andar.
La realidad (palabra que usaré para referirme a todo lo material dentro del tiempo y el espacio, más esas dos dimensiones per se) tenía unas dimensiones que los seres humanos podían comprender y funcionaba de maneras que las personas podían entender o a las que podían resignarse, pero eso no significaba que fuera esencialmente uniforme. Los seres humanos percibían la realidad como una especie de cosa desigual, heterogénea, actitud que quizá sea rara hoy día pero que en el pasado era común y compartían, por ejemplo, con los lejanos e indiscutiblemente cultos chinos.
Los europeos no pensaban que hubiera mucho tiempo. San Agustín previno contra la desfachatez de tratar de calcular la totalidad del tiempo, esto es, el número exacto de años que van desde el principio hasta la aparición del Anticristo, la segunda venida de Cristo, el Apocalipsis y el fin de los tiempos. Unos cuantos lo intentaron, de todos modos, pero nunca se pusieron de acuerdo sobre una cifra exacta. Sin embargo, todos convinieron en que el día del juicio final estaba mucho más cerca que el principio. A pesar de ello, los europeos medievales solían prestar poca atención a los detalles del tiempo. Podían datar los acontecimientos con dolorosa precisión: por ejemplo, un tal conde Charles fue asesinado «en el año mil ciento veintisiete, en el sexto día antes de las nonas de marzo, en el segundo día, esto es, después del principio del mismo mes, cuando habían transcurrido dos días de la segunda semana de la cuaresma y el cuarto día iba posteriormente a amanecer, en el quinto concurrente y la sexta epacta». Pero normalmente databan los acontecimientos sólo de modo vago. Por citar un solo ejemplo entre muchos, existe un documento inglés fechado «después de que el rey y el conde Thierry de Flandes celebraran conversaciones el uno con el otro en Dover antes de que el conde partiera con destino a Jerusalén». Pedro Abelardo, el filósofo sin par de Occidente a comienzos del siglo XII, incluyó pocas fechas en su autobiografía; le bastaron expresiones como, por ejemplo, «unos cuantos meses más tarde» y «un día». Santo Tomás de Aquino, cuya importancia mientras vivía y cuya fama después de su muerte quizás inducirían a esperar exactitud en la cronología documentada de su vida, nació en 1224, 1225, 1226 o 1227.
Nuestra dificultad crónica con el tiempo medieval y renacentista es que, al igual que un pulpo, su forma era sólo aproximada. Los europeos de antaño mostraban una tolerancia enorme con el anacronismo.
El tiempo, más allá de la duración de la vida individual, se concebía no como una línea recta marcada con cuantos iguales, sino como un escenario donde se representaría el mayor de todos los dramas, el de la salvación contra la condenación. Los europeos occidentales tenían varias maneras de dividir aquel escenario temporal. Las divisiones en dos períodos (desde el principio hasta la encarnación, y después) y en tres períodos (de la creación a los diez mandamientos, de los mandamientos a la encarnación, y de este acontecimiento al presente y más allá hasta la segunda venida) eran conocidas de todos los cristianos.
Las edades, fuera cual fuese su número, eran cualitativamente distintas.
Las distintas cualidades de las distintas edades incluso podían causar diferencias cuantitativas.
Tales creencias eran comunes porque los europeos no tenían un concepto vivido de la causalidad a través del tiempo, esto es, de una sucesión de factores, cada uno de los cuales conduce a otro, que llevan a cabo cambios significativos. Las transiciones de una edad a otra habían sido bruscas — por ejemplo, el diluvio, la encarnación— y, desde el punto de vista humano, arbitrarias. Pasar de unos predecesores gigantescos que vivían siglos a nosotros, pequeños y de vida breve, en sólo unos cuantos miles de años no es difícil si tienes un concepto de un Dios omnipotente donde muchos de nosotros tenemos un concepto de evolución.
Los europeos occidentales tenían un calendario razonablemente exacto que heredaron de los romanos, de Julio César, para ser precisos. Para entonces el año civil u oficial de Roma se había alejado tanto de la sincronización con el año solar que el equinoccio de primavera ocurría en invierno. César, que nunca fue reacio a ejercer el poder, declaró que el año que hoy designamos 46 a.C. debía tener 445 días, con lo cual el año civil se colocaría a la altura del año solar. (A esto se le dio el sobrenombre de «el año de la confusión».) A partir de entonces, el año civil tendría 365 días, con un año bisiesto de 366 días cada cuatro años.
Este calendario, el denominado «juliano», fue la pauta para la cristiandad durante un milenio y medio, pero muchos otros detalles temporales continuaron sin resolverse. La fecha para el comienzo de un año dado —el 1 de enero, la opción romana; el 25 de marzo, fiesta de la Anunciación y la opción cristiana; ¿o qué?— era uno de tales detalles. Otro era cómo numerar los años. Los romanos numeraban los suyos a partir de la fundación de su ciudad y a partir del comienzo del reinado de un emperador o cónsul dado. Los occidentales hicieron todo lo posible por seguir su ejemplo. El sínodo de Hatfield (680 d.C.), por ejemplo, se celebró «en el décimo año del reinado de nuestro devotísimo señor Egfrido, rey de Northumbria; en el sexto año del rey Etelfrido de Mercia; en el decimoséptimo año del rey Aldwulfo de Anglia Oriental»; y así sucesivamente. Muy torpe era el sistema, y distaba de ser universalmente informativo en una Europa descentralizada. Después de siglos de confusión Occidente adoptó el sistema de Dionisio el Exiguo, monje del siglo VI que había declarado que la era cristiana había empezado con la encarnación de Cristo en el antro Domini, o «año del Señor», número l.
Los occidentales tenían la suerte de disponer del calendario juliano, pero éste no era perfecto. Al año solar real le faltan unos cuantos minutos para llegar a 365 ¼ y, debido a ello, el calendario juliano da demasiados años bisiestos. Esto no importaba en absoluto a los campesinos y los nobles, pero era un asunto de gran significación para los eclesiásticos meticulosos que se esforzaban por adaptarse a una religión de Oriente Próximo con una fiesta vertiginosamente movible llamada «Pascua».
Las horas, las antiguas unidades que en Oriente Próximo designaban las divisiones del día y la noche, eran las unidades más pequeñas de las cuales se ocupaban comúnmente las personas. Sabían, por supuesto, que había períodos más cortos, pero podían improvisar formas de ocuparse de ellos: las instrucciones de cocina del siglo XIV indicaban a los principiantes que un huevo debía hervir «durante el tiempo que se tarda en decir un miserere». Las horas, sin embargo, eran demasiado largas y demasiado importantes para conjeturarlas. El propio Jesús había dicho en Juan, 9, 9: «¿No son doce las horas del día?» (dando a entender que había doce también para la noche).
Europa no se extendía a ambos lados del ecuador y, por ende, la duración del tiempo diurno y la del tiempo nocturno cambiaban radicalmente durante el año. Aun así, necesitaban tener doce horas cada una. Los europeos tenían un sistema de horas desiguales que se hinchaban y deshinchaban como el fuelle de un acordeón con el fin de asegurarse de que hubiera una docena de horas para el día y otra para la noche, en invierno y en verano. Para agravar la confusión (la nuestra y no la suya), estas horas desiguales, de las cuales sabemos como mínimo que eran duodecimales, no eran las horas de tipo vernáculo. La mayoría de las personas, cuando no juzgaban el tiempo por el sencillo procedimiento de observar la posición del Sol en el cielo, lo medían guiándose por las campanas de las iglesias, el medio de información más eficaz de la época. Era el sistema, que todavía se sigue en los monasterios de hoy, de las siete «horas» canónicas — maitines, prima, tercia, sexta, nona, vísperas y completas— que indicaban los momentos en que debían rezarse ciertas oraciones (Salmos, I 19, 64: «Siete veces al día te alabo por tus justos juicios»). Servía tanto a los piadosos como a los imprudentes. En el canto XV del Paraíso Dante habla de las campanas de su Florencia natal tocando a tercia y nona; y cuando Boccaccio señala momentos específicos en su Decamerón se refiere a una hora canónica.
Crosby, Alfred. La medida de la realidad. Barcelona: Crítica, 1988. Extracto.